La Responsabilidad Social
Como Argumento Ciudadano
Jorge Osorio Vargas.
La democracia supone una moralidad pública compartida por los ciudadanos que llamaremos ética civil. Esta es una afirmación que comparten los teóricos y el sentido común de la gente. Nunca como ahora la opinión pública se refiere a la necesidad de una regeneración moral de la política. La que se entiende como una reacción a su descrédito, a la corrupción y a su vaciamiento solidario, entre otras razones.
En nuestros países el tema predominante entre los movimientos ciudadanos es no sólo justificar y demostrar en la práctica la relación entre ética y democracia sino conseguir una revitalización ética de la sociedad.
Este tema “clásico” del vínculo entre teoría política y práctica ética se actualiza en los términos de que la democracia requiere sostenerse en procedimientos donde “lo deseado” debe validarse a través de procesos de deliberación. De ahí el valor de la imagen de la “plaza pública” para indicar el atributo comunicacional de toda acción política y de la institucionalidad democrática.
Junto a este sentir común acerca del “descrédito” de la política democrática constatamos un proceso más profundo que marca una tendencia clave para entender la actualidad de nuestros países: estamos viviendo cambios en el sentido y en la estructura misma de la política. Analistas como Norbert Lechner plantean que es preciso hacer una nueva cartografía de la política latinoamericana. Sus territorios y funciones han mutado por efecto de la globalización y de la hiper-mediatización, en el decir del mismo Lechner (1)
Desde el punto de vista de una nueva manera de asumir la responsabilidad social se requiere reconstruir los códigos interpretativos y hacer nuevos mapas cognitivos para comprender la política actual. La política ya no es lo que fue, señala Lechner, pero tampoco sabemos bien qué es realmente hoy y cuál es su futuro.
Es preciso complejizar la mirada. Estamos siendo partícipes de nuevos procesos de diferenciación social. Los diferentes campos (economía, cultura, política) adquieren cada vez más autonomía. Esta pluralidad de campos autónomos segmenta intereses materiales e impide el desarrollo de acciones colectivas. Existe una crisis del sentido de lo común.
Lechner habla de una sociedad sin centro, lo que cuestiona el Estado y la política como instancias generales de representación y coordinación de la sociedad. La nueva diversidad estructural pone en jaque la función integradora de la política.
Una pregunta fundamental para los ciudadanos entonces es cuál es el lugar de la política y el valor de la misma. Máxime en un contexto donde el mercado adquiere una gravitación clave en lo social. La mercantilización de las más diversas relaciones humanas moldean un nuevo tipo de socialización. El mercado se impone a la política y se reestructura la relación entre lo privado y lo público. Todos los límites se ven cuestionados en la nueva cartografía, plantea Lechner. Por ejemplo: asuntos del mundo privado adquieren visibilidad pública y la agenda pública se tiñe de experiencias privadas.
La crisis de la política exige una nueva manera de entender y practicar la responsabilidad social como un enfoque ético y cultural que enfrente el malestar democrático.
.
Estamos, por lo dicho, ante un evento heurístico-político de gran trascendencia. Se trata de construir nuevas cartografías para la responsabilidad social y la construcción de la ciudadanía. Es el tiempo de las narraciones críticas pero también de la reflexión imaginativa al alcance de nuestra responsabilidad con el presente y futuro de la democracia.
A fines de la década de los años setenta del siglo pasado, el entonces encarcelado escritor disidente Vaclav Havel, que luego llegaría ser Presidente de la República Checa, escribía a Olga, su mujer, que la responsabilidad personal y social no podía sino entenderse como un horizonte concreto de la capacidad de los seres humanos para responder de sí mismo en cualquiera circunstancia (2).
Para Havel, la responsabilidad es lo que delimita al hombre en el universo, lo que conforma su libertad y le permite escribir su relato de ser. Responsabilidad y existencia son la textura que configura toda teoría acerca de la acción humana: la esencia de la responsabilidad, señala Havel, está formada por una tensión constante entre nuestro “yo”, como sujeto de las acciones en cuanto experiencias y un “horizonte” de sentido que actúa como un “algo” ante el cual somos responsables. De esta manera la responsabilidad es la “experiencia de las experiencias” a través de la cual configuramos nuestra identidad y el sentido social de lo que somos. Pero, aún más, la responsabilidad es primordialmente una responsabilidad por alguien, significa hacerse cargo del otro, que existe antes del yo-mismo, que concreta la responsabilidad “hacia todo” y precisa el significado de responsable de la propia responsabilidad. Sólo en esta "economía" de la ética podemos construir la plenitud de sentido como seres humanos.
El planteamiento de Havel sintetiza un concepto de responsabilidad fundado en el reconocimiento de que la plenitud ética sólo se entiende como la acción de sujetos morales que son capaces de “responder” por sí mismos en el ámbito no sólo de su propia conciencia sino del espacio público. La responsabilidad ante sí mismo constituye, en la tradición occidental, el acto de asumirse como persona cuyos actos y sus consecuencias siempre tienen su significado último en relación con bienes públicos y sentidos comunes. Por ello toda responsabilidad es siempre “responsabilidad social”. El acto de responder por la propia implica el reconocimiento y el respeto de la “autonomía” y dignidad de los otros. De este modo, responsabilidad es un “responder”, que exige “escuchar”, discernir y decidir en el horizonte de sentido que es el “llegar a ser”.
Esta versión de la responsabilidad social no debilita la autonomía, sino más bien la proyecta hacia un deseo de autenticidad, a un responder con una acción bien hecha, que es una elección de la cual somos autores.
Sin embargo, una ética de la responsabilidad social debe referirse también a dinámicas institucionales. Las instituciones pueden limitar o constreñir la acción responsable, lo que exige que la responsabilidad se sustente en un proceso de discernimiento que defina nuestra adhesión a tal o cual política. La existencia de democracias deliberativas, que cuenten con procedimientos para resolver controversias o dilemas morales, será la condición de posibilidad para que estas acciones o decisiones de los sujetos sean éticamente sustentables. Es deseable que la institucionalidad democrática reconozca como valor promover la responsabilidad social, estableciendo mecanismos participativos de toma de decisiones y espacios públicos en los cuales sea posible dirimir vía deliberación conflictos morales.
En este sentido tendrá gran importancia la promoción de una educación ciudadana que genere capacidades y disposiciones cívicas que aumente el capital social, la participación ciudadana y la confianza pública en la sociedad. La sociedad política no debe sólo ser el ámbito de la regulación de la convivencia entre sujetos autónomos sino un espacio institucional en que se exprese la corresponsabilidad moral y social de los individuos y las comunidades en vista de un sentido común.
Existe en estas definiciones un principio de solidaridad comunitaria que autentifica la vida social y la constitución de sujetos autónomos. La vida social se constituye, desde esta perspectiva, como un proceso de solicitud y de construcción de razones que fundamenten el respeto a las personas y sus derechos fundamentales, a partir de pactos de reconocimiento de bienes comunes o bienes de convergencia. Esta “cultura” es posible desde la acogida, la escucha y el reconocimiento del valor de la diversidad y de lo propio de los otros. Este es el principio de alteridad desde el cual fundamos todo altruismo cívico.
La responsabilidad social es una acción intencional, se orienta a fines según horizontes de sentido. Es posible sólo como acto de salida de sí para encontrar a otros sujetos en la deliberación. Los juicios prácticos que supone ser responsable socialmente se hacen en un entramado deliberativo. La responsabilidad social es una razón práctica, un modo de construir la autonomía moral, lo particular y lo universal, cuyo cómo se define en el ámbito de las virtudes cívicas, que integran una idea de buen-vivir y una práctica ciudadana pública. Este “saber práctico” que es la responsabilidad social se despliega necesariamente en la deliberación. Por ello, el carácter democrático que tiene el concepto de responsabilidad social implica constituir sociedades que reconozcan la libertad de constituir alternativas, discursos diversos y comunidades que se construyen desde identidades diferentes. En este sentido, la responsabilidad social se practica sólo desde la no-dominación como principio constituyente de la res-publica.
Se ha sostenido que la responsabilidad implica un riesgo, que exige atacar algo de lo establecido (3); si se le entiende como una exigencia de “responder” siempre termina siendo un “hacer” y un lenguaje. La responsabilidad social nos remite a un lenguaje, a una comunidad de palabras, que dan sentido a una manera de practicar la virtud cívica. Ya decíamos, que toda responsabilidad nace de un “hacerse cargo de sí”, de lo propio, pero es en lo social o en lo “deliberativo” donde se establece su ámbito decisorio. Como “juicio práctico”, su saber y su lenguaje actúa primordialmente en lo ciudadano.
La ausencia del sentido de la responsabilidad social en el mundo contemporáneo se nota más nítidamente cuando nos preguntamos por experiencias fuertes como son el holocausto, el genocidio, la tortura o el desaparecimiento de personas por razones políticas: en todos estos casos lo que está ausente es la gramática sensible de la responsabilidad social .Estas situaciones morales por las que nadie “responde” son la manifestación de un vaciamiento de la razón y de la capacidad humana para reconocer una alianza original entre los humanos: no agredir, respetar, acoger, escuchar, pacificar.
La responsabilidad social invoca la capacidad de los individuos y de las comunidades para reconocer bienes convergentes, y sustentar tales alianzas en instituciones habilitadas para procesar controversias. Tal es el carácter deliberativo de la construcción cultural de la responsabilidad social, que implica con-sociatividad, es decir, la existencia de procesos comunicacionales que elaboran, desde la palabra, pactos sobre sentidos comunes. Estos pactos son series éticas que confluyen en una moralidad de no-dominación entre seres humanos.
Estas son “valoraciones fuertes” que exigen la creación de capacidades culturales que amplíen las disposiciones cívicas en una sociedad, a través de una educación que haga competentes a los ciudadanos para expresarse, para resolver controversias, para expresar el sentido de sus acciones, para manifestar los sentidos que orientan sus decisiones, para razonar sus deliberaciones, para sustentar comunitariamente sus opciones morales y su manera de entender el buen-vivir. El reconocimiento de sujetos (individuos y comunidades) que de manera autónoma y responsable van entramando la sociedad, a la manera de una red consociativa, generará ciudadanías leales con los principios de respeto a la diferencia. La razón o el saber ciudadano se configurará como una lealtad a la diversidad.
Esta responsabilidad social significa arraigar la experiencia ciudadana (4), “echar raíces” en lo humano (5) que vendrá a ser el único test de lealtad en la república.
El horizonte de sentido de la responsabilidad social, que invocaba Havel desde su prisión, será precisamente construir comunidades capaces de “radicalizar” lo humano, y desde tal acto configurar las alianzas cívicas y los bienes convergentes.
A este código construido podremos llamar “ética cívica”, en la expresión de Adela Cortina, como el conjunto de valores compartidos en una sociedad diversa que contratan sus mínimos éticos, reconociendo las legitimidad expresa de sus máximos éticos que son sus proyectos de felicidad última (6).
La responsabilidad social implica constituir una ciudadanía comunitaria. Su identidad está dada en relación al todo y construye sus valores en el proceso de construir a la vez su pertenencia en la sociedad. La clave está en la reciprocidad. En el reconocimiento de diversos procesos de construcción cultural de las “pertenencias” o de adhesión a comunidades de sentido. Esto significa la valoración de la pluralización de sujetos o actores en la sociedad y la diseminación de comunidades diversas que configuran el entramado social.
Esta realidad de sociedad mutual o activa exige reconocer que la responsabilidad se ejerce públicamente, en espacios ciudadanos, a través de mediaciones asociativas e institucionales que debe ser el sustento de la democracia entendida como régimen político, pero sobre todo como patrimonio que debe pertenecer a todos y que como tal debe ser resguardado y acrecentado. En este caso: acrecentar el patrimonio democrático es aumentar el capital social en cuanto capital cívico y solidario, a través del ejercicio práctico de las decisiones democráticas y de la participación de los ciudadanos en la agenda pública. Esto exige ampliar la disponibilidad de éstos para actuar en lo público y para hacerse parte en el entramado asociativo de la democracia.
Bajo esta perspectiva cobra valor la definición de lo que se ha llamado lo “privado público” para identificar el ámbito propio de la acción asociativa y ciudadana que se manifiesta en una diversidad de instituciones, agencias y comunidades organizadas. Algunos han llamado a este “mundo” el “tercer sector”, “el sector ciudadano” o el “sector crítico de la sociedad civil”. Más allá de la nomenclatura, lo más relevante es que desde las acciones de “responsabilidad social” desarrolladas desde él, se está configurando un modo de ejercer la ciudadanía comunitaria, que no sólo es reactiva sino pro activa en la tarea de establecer nuevas claves para el debate de la agenda pública, para ejercer el control ciudadano de las autoridades y para radicalizar la democracia como deliberación.
Algunos han visto en los planteamientos de estos actores ciudadanos “privados”, que establecen nuevos núcleos de sentido en la acción pública, una especie de religión cívica. Nada malo hay en esta calificación si entendemos que estas comunidades de ciudadanos buscan efectivamente re-ligar la política con los horizontes de sentido que se constituyen desde el comunitarismo y la participación ciudadana, el cuidado del medio ambiente, la defensa de los derechos humanos y la lucha contra toda discriminación.
Notas:
1) Lechner, Norbet, " Por Qué la Política ya no es lo que Fue", en Foro Nª 29, Santa Fe de Bogotá, 1996.
2) Havel, Vaclav, “Cartas a Olga”, Galaxia Gutemberg, Barcelona, 1997, pp. 105 y ss.
3) Aguilera, Antonio, “Responsabilidad Negativa”, en Cruz., Manuel y Aramayo, Roberto (Coord.), “El Reparto de la Acción. Ensayos en Torno a la Responsabilidad”, Trotta, Madrid, 2002, pp.116 y ss.
4) Cortina,Adela, “ Alianza y Contrato”, Trotta, Madrid, 2001, p. 128.
5) Weil, Simone, “Echar Raíces”,Trotta, Madrid, 1996.
6) Cortina,Adela, nota 4, p.137.
Como Argumento Ciudadano
Jorge Osorio Vargas.
La democracia supone una moralidad pública compartida por los ciudadanos que llamaremos ética civil. Esta es una afirmación que comparten los teóricos y el sentido común de la gente. Nunca como ahora la opinión pública se refiere a la necesidad de una regeneración moral de la política. La que se entiende como una reacción a su descrédito, a la corrupción y a su vaciamiento solidario, entre otras razones.
En nuestros países el tema predominante entre los movimientos ciudadanos es no sólo justificar y demostrar en la práctica la relación entre ética y democracia sino conseguir una revitalización ética de la sociedad.
Este tema “clásico” del vínculo entre teoría política y práctica ética se actualiza en los términos de que la democracia requiere sostenerse en procedimientos donde “lo deseado” debe validarse a través de procesos de deliberación. De ahí el valor de la imagen de la “plaza pública” para indicar el atributo comunicacional de toda acción política y de la institucionalidad democrática.
Junto a este sentir común acerca del “descrédito” de la política democrática constatamos un proceso más profundo que marca una tendencia clave para entender la actualidad de nuestros países: estamos viviendo cambios en el sentido y en la estructura misma de la política. Analistas como Norbert Lechner plantean que es preciso hacer una nueva cartografía de la política latinoamericana. Sus territorios y funciones han mutado por efecto de la globalización y de la hiper-mediatización, en el decir del mismo Lechner (1)
Desde el punto de vista de una nueva manera de asumir la responsabilidad social se requiere reconstruir los códigos interpretativos y hacer nuevos mapas cognitivos para comprender la política actual. La política ya no es lo que fue, señala Lechner, pero tampoco sabemos bien qué es realmente hoy y cuál es su futuro.
Es preciso complejizar la mirada. Estamos siendo partícipes de nuevos procesos de diferenciación social. Los diferentes campos (economía, cultura, política) adquieren cada vez más autonomía. Esta pluralidad de campos autónomos segmenta intereses materiales e impide el desarrollo de acciones colectivas. Existe una crisis del sentido de lo común.
Lechner habla de una sociedad sin centro, lo que cuestiona el Estado y la política como instancias generales de representación y coordinación de la sociedad. La nueva diversidad estructural pone en jaque la función integradora de la política.
Una pregunta fundamental para los ciudadanos entonces es cuál es el lugar de la política y el valor de la misma. Máxime en un contexto donde el mercado adquiere una gravitación clave en lo social. La mercantilización de las más diversas relaciones humanas moldean un nuevo tipo de socialización. El mercado se impone a la política y se reestructura la relación entre lo privado y lo público. Todos los límites se ven cuestionados en la nueva cartografía, plantea Lechner. Por ejemplo: asuntos del mundo privado adquieren visibilidad pública y la agenda pública se tiñe de experiencias privadas.
La crisis de la política exige una nueva manera de entender y practicar la responsabilidad social como un enfoque ético y cultural que enfrente el malestar democrático.
.
Estamos, por lo dicho, ante un evento heurístico-político de gran trascendencia. Se trata de construir nuevas cartografías para la responsabilidad social y la construcción de la ciudadanía. Es el tiempo de las narraciones críticas pero también de la reflexión imaginativa al alcance de nuestra responsabilidad con el presente y futuro de la democracia.
A fines de la década de los años setenta del siglo pasado, el entonces encarcelado escritor disidente Vaclav Havel, que luego llegaría ser Presidente de la República Checa, escribía a Olga, su mujer, que la responsabilidad personal y social no podía sino entenderse como un horizonte concreto de la capacidad de los seres humanos para responder de sí mismo en cualquiera circunstancia (2).
Para Havel, la responsabilidad es lo que delimita al hombre en el universo, lo que conforma su libertad y le permite escribir su relato de ser. Responsabilidad y existencia son la textura que configura toda teoría acerca de la acción humana: la esencia de la responsabilidad, señala Havel, está formada por una tensión constante entre nuestro “yo”, como sujeto de las acciones en cuanto experiencias y un “horizonte” de sentido que actúa como un “algo” ante el cual somos responsables. De esta manera la responsabilidad es la “experiencia de las experiencias” a través de la cual configuramos nuestra identidad y el sentido social de lo que somos. Pero, aún más, la responsabilidad es primordialmente una responsabilidad por alguien, significa hacerse cargo del otro, que existe antes del yo-mismo, que concreta la responsabilidad “hacia todo” y precisa el significado de responsable de la propia responsabilidad. Sólo en esta "economía" de la ética podemos construir la plenitud de sentido como seres humanos.
El planteamiento de Havel sintetiza un concepto de responsabilidad fundado en el reconocimiento de que la plenitud ética sólo se entiende como la acción de sujetos morales que son capaces de “responder” por sí mismos en el ámbito no sólo de su propia conciencia sino del espacio público. La responsabilidad ante sí mismo constituye, en la tradición occidental, el acto de asumirse como persona cuyos actos y sus consecuencias siempre tienen su significado último en relación con bienes públicos y sentidos comunes. Por ello toda responsabilidad es siempre “responsabilidad social”. El acto de responder por la propia implica el reconocimiento y el respeto de la “autonomía” y dignidad de los otros. De este modo, responsabilidad es un “responder”, que exige “escuchar”, discernir y decidir en el horizonte de sentido que es el “llegar a ser”.
Esta versión de la responsabilidad social no debilita la autonomía, sino más bien la proyecta hacia un deseo de autenticidad, a un responder con una acción bien hecha, que es una elección de la cual somos autores.
Sin embargo, una ética de la responsabilidad social debe referirse también a dinámicas institucionales. Las instituciones pueden limitar o constreñir la acción responsable, lo que exige que la responsabilidad se sustente en un proceso de discernimiento que defina nuestra adhesión a tal o cual política. La existencia de democracias deliberativas, que cuenten con procedimientos para resolver controversias o dilemas morales, será la condición de posibilidad para que estas acciones o decisiones de los sujetos sean éticamente sustentables. Es deseable que la institucionalidad democrática reconozca como valor promover la responsabilidad social, estableciendo mecanismos participativos de toma de decisiones y espacios públicos en los cuales sea posible dirimir vía deliberación conflictos morales.
En este sentido tendrá gran importancia la promoción de una educación ciudadana que genere capacidades y disposiciones cívicas que aumente el capital social, la participación ciudadana y la confianza pública en la sociedad. La sociedad política no debe sólo ser el ámbito de la regulación de la convivencia entre sujetos autónomos sino un espacio institucional en que se exprese la corresponsabilidad moral y social de los individuos y las comunidades en vista de un sentido común.
Existe en estas definiciones un principio de solidaridad comunitaria que autentifica la vida social y la constitución de sujetos autónomos. La vida social se constituye, desde esta perspectiva, como un proceso de solicitud y de construcción de razones que fundamenten el respeto a las personas y sus derechos fundamentales, a partir de pactos de reconocimiento de bienes comunes o bienes de convergencia. Esta “cultura” es posible desde la acogida, la escucha y el reconocimiento del valor de la diversidad y de lo propio de los otros. Este es el principio de alteridad desde el cual fundamos todo altruismo cívico.
La responsabilidad social es una acción intencional, se orienta a fines según horizontes de sentido. Es posible sólo como acto de salida de sí para encontrar a otros sujetos en la deliberación. Los juicios prácticos que supone ser responsable socialmente se hacen en un entramado deliberativo. La responsabilidad social es una razón práctica, un modo de construir la autonomía moral, lo particular y lo universal, cuyo cómo se define en el ámbito de las virtudes cívicas, que integran una idea de buen-vivir y una práctica ciudadana pública. Este “saber práctico” que es la responsabilidad social se despliega necesariamente en la deliberación. Por ello, el carácter democrático que tiene el concepto de responsabilidad social implica constituir sociedades que reconozcan la libertad de constituir alternativas, discursos diversos y comunidades que se construyen desde identidades diferentes. En este sentido, la responsabilidad social se practica sólo desde la no-dominación como principio constituyente de la res-publica.
Se ha sostenido que la responsabilidad implica un riesgo, que exige atacar algo de lo establecido (3); si se le entiende como una exigencia de “responder” siempre termina siendo un “hacer” y un lenguaje. La responsabilidad social nos remite a un lenguaje, a una comunidad de palabras, que dan sentido a una manera de practicar la virtud cívica. Ya decíamos, que toda responsabilidad nace de un “hacerse cargo de sí”, de lo propio, pero es en lo social o en lo “deliberativo” donde se establece su ámbito decisorio. Como “juicio práctico”, su saber y su lenguaje actúa primordialmente en lo ciudadano.
La ausencia del sentido de la responsabilidad social en el mundo contemporáneo se nota más nítidamente cuando nos preguntamos por experiencias fuertes como son el holocausto, el genocidio, la tortura o el desaparecimiento de personas por razones políticas: en todos estos casos lo que está ausente es la gramática sensible de la responsabilidad social .Estas situaciones morales por las que nadie “responde” son la manifestación de un vaciamiento de la razón y de la capacidad humana para reconocer una alianza original entre los humanos: no agredir, respetar, acoger, escuchar, pacificar.
La responsabilidad social invoca la capacidad de los individuos y de las comunidades para reconocer bienes convergentes, y sustentar tales alianzas en instituciones habilitadas para procesar controversias. Tal es el carácter deliberativo de la construcción cultural de la responsabilidad social, que implica con-sociatividad, es decir, la existencia de procesos comunicacionales que elaboran, desde la palabra, pactos sobre sentidos comunes. Estos pactos son series éticas que confluyen en una moralidad de no-dominación entre seres humanos.
Estas son “valoraciones fuertes” que exigen la creación de capacidades culturales que amplíen las disposiciones cívicas en una sociedad, a través de una educación que haga competentes a los ciudadanos para expresarse, para resolver controversias, para expresar el sentido de sus acciones, para manifestar los sentidos que orientan sus decisiones, para razonar sus deliberaciones, para sustentar comunitariamente sus opciones morales y su manera de entender el buen-vivir. El reconocimiento de sujetos (individuos y comunidades) que de manera autónoma y responsable van entramando la sociedad, a la manera de una red consociativa, generará ciudadanías leales con los principios de respeto a la diferencia. La razón o el saber ciudadano se configurará como una lealtad a la diversidad.
Esta responsabilidad social significa arraigar la experiencia ciudadana (4), “echar raíces” en lo humano (5) que vendrá a ser el único test de lealtad en la república.
El horizonte de sentido de la responsabilidad social, que invocaba Havel desde su prisión, será precisamente construir comunidades capaces de “radicalizar” lo humano, y desde tal acto configurar las alianzas cívicas y los bienes convergentes.
A este código construido podremos llamar “ética cívica”, en la expresión de Adela Cortina, como el conjunto de valores compartidos en una sociedad diversa que contratan sus mínimos éticos, reconociendo las legitimidad expresa de sus máximos éticos que son sus proyectos de felicidad última (6).
La responsabilidad social implica constituir una ciudadanía comunitaria. Su identidad está dada en relación al todo y construye sus valores en el proceso de construir a la vez su pertenencia en la sociedad. La clave está en la reciprocidad. En el reconocimiento de diversos procesos de construcción cultural de las “pertenencias” o de adhesión a comunidades de sentido. Esto significa la valoración de la pluralización de sujetos o actores en la sociedad y la diseminación de comunidades diversas que configuran el entramado social.
Esta realidad de sociedad mutual o activa exige reconocer que la responsabilidad se ejerce públicamente, en espacios ciudadanos, a través de mediaciones asociativas e institucionales que debe ser el sustento de la democracia entendida como régimen político, pero sobre todo como patrimonio que debe pertenecer a todos y que como tal debe ser resguardado y acrecentado. En este caso: acrecentar el patrimonio democrático es aumentar el capital social en cuanto capital cívico y solidario, a través del ejercicio práctico de las decisiones democráticas y de la participación de los ciudadanos en la agenda pública. Esto exige ampliar la disponibilidad de éstos para actuar en lo público y para hacerse parte en el entramado asociativo de la democracia.
Bajo esta perspectiva cobra valor la definición de lo que se ha llamado lo “privado público” para identificar el ámbito propio de la acción asociativa y ciudadana que se manifiesta en una diversidad de instituciones, agencias y comunidades organizadas. Algunos han llamado a este “mundo” el “tercer sector”, “el sector ciudadano” o el “sector crítico de la sociedad civil”. Más allá de la nomenclatura, lo más relevante es que desde las acciones de “responsabilidad social” desarrolladas desde él, se está configurando un modo de ejercer la ciudadanía comunitaria, que no sólo es reactiva sino pro activa en la tarea de establecer nuevas claves para el debate de la agenda pública, para ejercer el control ciudadano de las autoridades y para radicalizar la democracia como deliberación.
Algunos han visto en los planteamientos de estos actores ciudadanos “privados”, que establecen nuevos núcleos de sentido en la acción pública, una especie de religión cívica. Nada malo hay en esta calificación si entendemos que estas comunidades de ciudadanos buscan efectivamente re-ligar la política con los horizontes de sentido que se constituyen desde el comunitarismo y la participación ciudadana, el cuidado del medio ambiente, la defensa de los derechos humanos y la lucha contra toda discriminación.
Notas:
1) Lechner, Norbet, " Por Qué la Política ya no es lo que Fue", en Foro Nª 29, Santa Fe de Bogotá, 1996.
2) Havel, Vaclav, “Cartas a Olga”, Galaxia Gutemberg, Barcelona, 1997, pp. 105 y ss.
3) Aguilera, Antonio, “Responsabilidad Negativa”, en Cruz., Manuel y Aramayo, Roberto (Coord.), “El Reparto de la Acción. Ensayos en Torno a la Responsabilidad”, Trotta, Madrid, 2002, pp.116 y ss.
4) Cortina,Adela, “ Alianza y Contrato”, Trotta, Madrid, 2001, p. 128.
5) Weil, Simone, “Echar Raíces”,Trotta, Madrid, 1996.
6) Cortina,Adela, nota 4, p.137.
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