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Política para una educacion transformadora:memoria y lectura post-freiriana

POLITICA Y ÉTICA PARA UNA EDUCACIÓN TRANFORMADORA: MEMORIA Y LECTURA POSTFREIRIANA

Jorge Osorio-vARGAS


1. Reconstruyendo la Historia de la Educación Transformadora en América Latina.

El “ciclo moderno” de una educación transformadora latinoamericana se inaugura con la experiencia y la producción intelectual de Paulo Freire. El Freire de los años sesenta constituye una metáfora viva del profundo cambio que experimentó el movimiento educativo en nuestro continente. En torno al pensamiento freiriano se articularon, desde entonces, prácticas, sueños e ideas que paulatinamente constituyeron el campo de la identidad cultural y política de la “educación liberadora”.

Esta educación se nutrió de las experiencias de los movimientos populares que, con una fuerte carga ideológica y política transformadora, se desarrollaban en la mayoría de los países del continente, como expresión del contradictorio proceso de modernización que se vivía. La “educación transformadora” y su “pedagogía del oprimido” dieron sustento cultural y ético a estas movilizaciones populares e impulsaron una aproximación a una teoría crítica del capitalismo modernizador.

Las exigencias políticas y materiales de las luchas de los movimientos populares en este ciclo fundacional de la educación transformadora y las disputas ideológicas que se desarrollaban en el campo de la izquierda latinoamericana, llevaron a que las matrices intelectuales de los educadores se orientaran hacia las corrientes radicales, tanto de la teología de la liberación como del propio análisis marxista sea en su versión altthuseriana o bien en la versión maoísta.

Es importante indicar que desde este ciclo “moderno” o fundacional la educación transformadora ha tenido una fuerte manifestación intelectual. Quizás éste sea uno de sus principales atributos: establecerse como una práctica reflexiva. Sin dudas, Freire tiene una influencia decisiva en esta orientación, pues su producción pedagógica valoraba la capacidad de sistematizar los aprendizajes, a través de la investigación participativa, lo que hacía del educador un intelectual activo y dialogante con la cultura popular.

No obstante, este proceso temprano de constitución intelectual de la educación transformadora no ha sido homogéneo, sino plural, diverso y contradictorio. No ha existido una sola visión política de esta educación. Más bien ella se ha establecido históricamente como un campo polémico. El mismo Freire desarrolló un tipo de práctica pedagógica que no aspiraba a elaborar certidumbres cerradas sino mapas intelectuales y políticos abiertos a la recreación constante. Este fue un factor clave para explicar que la educación de los sectores populares desarrollase una capacidad dinámica y permanente de autocrítica. Tal como se manifiesta en algunos de los últimos textos de Freire (por ejemplo, en Pedagogía de la Esperanza y Cartas a Cristina) la reconstrucción crítica de la educación emancipadora se hizo a una escala hermenéutica, fijando, en cada situación, los horizontes de sentido de sus actuaciones, relativizando el objetivismo, y abriendo campo a la reconstrucción de una memoria pedagógica crítica que posibilitase la comprensión de una construcción plural de fines, estrategias y orientaciones éticas y políticas.

Un segundo ciclo de la educación transformadora se inició con la experiencia de la revolución sandinista, el desarrollo de los movimientos democráticos en América del Sur y la emergencia de nuevos movimientos sociales (movimientos de mujeres, de derechos humanos, economía popular) en la década de los años ochenta. El potencial crítico en este período se alimentó preferentemente de la reivindicación de los valores propios de la modernidad: la emancipación, la democracia, la justicia social y la igualdad. En este contexto, la educación puso de relieve la oportunidad del cambio revolucionario, la necesidad de construir sujetos colectivos para la edificación de una sociedad no-capitalista y la necesidad de abrir la política hacia el análisis de la cultura y de las discriminaciones de la vida cotidiana.

Consecuencia de este proceso de los años ochenta fue el reconocimiento colectivo de la necesidad de manejar nuevos referentes teóricos para entender los procesos políticos en que se desarrollaba la educación comunitaria . De este modo emerge en los debates y en los espacios de formación de los educadores la consideración del pensamiento de Gramsci, especialmente en la producción de los educadores-intelectuales del Cono Sur. A partir de esta nueva influencia, la educación de los sectores populares se define como “política cultural”, esto es no sólo como una “metodología” de afirmación y fortalecimiento de la expresión orgánica de los sectores populares, sino como una educación capaz de dar sentido a la construcción de un orden social y ético alternativo, lo que le impone plantearse los temas de la cultura, de las instituciones y del derecho, que habían estado ausente en el análisis marxista “instrumental” de la izquierda latinoamericana en los años anteriores .

La recepción del pensamiento de Gramsci permitió entender mejor la inicial ruptura de Freire con la educación de adultos desarrollista: la nueva tesis sostenía que la educación de los sectores populares en cuanto proyecto de transformación política y de fortalecimiento de sujetos colectivos, no debía reducirse a manejar los conflictos en el marco de comunidades desarticuladas entre sí, sino politizar lo comunitario, articular lo “micro” y lo “macro”, plantearse la crítica de los modelos de desarrollo vigentes y construir movimientos y redes de acción para el ejercicio de un poder social efectivo.

Paulatinamente, la educación adoptó conceptos pertinentes para entender que los poderes funcionan no sólo troncalmente, sino que están ramificados en toda la sociedad y en la cultura (Foucault comienza a debatirse por la vía de los primeros encuentros feministas convocados por educadoras que trabajaban con sectores populares). El mundo de la vida cotidiana emerge como un espacio temático clave en nuestro pensamiento pedagógico. Lo “emancipador” se amplía al mundo privado, y se desarrollan nuevas metodologías de investigación cualitativa, de recuperación de las “historias de vida”, historia oral, recuperación de las tecnologías campesinas e indígenas y del saber popular. El tema del poder remitió a la cuestión de los saberes, a la necesidad de darle sustento pedagógico a los procesos de negociación cultural (lo plantea Freire, en su Pedagogía de la Pregunta) y asumir críticamente las asimetrías entre el poder-saber de los educadores y el mundo-vida de los movimientos y organizaciones sociales .

Podemos decir que desde principios de los años noventa comienza un nuevo ciclo de la educación comunitaria, que, paradojalmente vuelve a retomar la primera utopía freiriana: la educación emancipadora como posibilidad de construir la comunicabilidad humana, como una pedagogía del conflicto, del diálogo cultural y de construcción de poderes transformadores surgidos desde los movimientos sociales y ciudadanos. Este ciclo es un sedimento vivo de las autocríticas de los anteriores momentos: estamos ante un “desmontaje”, una deconstrucción, de las “síntesis definitivas”, de las narrativas cerradas, de los proyectos sin alteridad crítica, de los enfoques unilaterales del cambio. La comunicabilidad como metáfora freiriana nos abre al mundo plural e híbrido de los sujetos, invita a construir alianzas entre movimientos diversos articulados por una visión crítica de la realidad y a la constitución de redes de actores sociales dispuestos a pensar en un “otro” distinto al pensamiento neoliberal. Siguiendo esta formulación, podemos señalar que esta educación popular de inspiración freiriana se constituye potenciando la creación de mapas de posibilidades y de actuación para los sujetos, cursos de acción para que estos, desde espacios locales y particulares, fuesen capaces de construir alteridades valóricas y nuevas formas de hacer política global.

El campo epistemológico – el campo del saber, de la comunicación necesaria y de los modos más adecuados para “llegar a saber” – se transforma en el gran tema de la educación comunitaria, en la medida que la capacidad emancipadora de la educación se juzga como poder de construir saber productivo – una frónesis ético-política- capaz de articular juicio crítico, capacidad interpretativa y deliberativa, visión de integralidad y formación de la responsabilidad social y ciudadana de los sujetos. La educación se define como:

• construcción de sentidos y posibilidades de un pensamiento crítico (fuente hermenéutica);

• constitución de sujetos actuando en diversos espacios y movimientos (fuente crítica);

• ruptura del claustro del pensamiento único y reinvención del poder ciudadano (fuente ciudadanista).


2. Ética de la Educación Transformadora: Sentido y Valores en su Práctica Pedagógica.

Proponemos pensar la educación comunitaria valorando las corrientes modernas de transformación educativa, señalando sentidos críticos y presentando dilemas, tales como:

• construir sentidos y lenguajes posibles versus programas técnicos cerrados en sus propias certidumbres;

• promover experiencias nuevas y la reconstrucción permanente de las bases metodológicas del pensamiento que las sustenta versus estrategias estandarizadas;

• alentar el pensamiento de los educadores en cuanto prácticos reflexivos versus una educación reducida a la lógica inexpugnable del gerencialismo;

• entender la calidad de la educación como una apertura a la complejidad y a la globalidad de las relaciones humanas versus un enfoque educativo restringido al testeo y la medición de la productividad.


El debate pedagógico no es principalmente una cuestión disciplinaria sino ética, que plantea bases abiertas para establecer proyectos educativos comprensivos e integradores de las diversas dimensiones del ser humano. Por ello, la condición crucial del debate pedagógico es construir la comunicabilidad, la participación, el diálogo, la educación como una “esfera pública”.

Es preciso desarrollar en la educación una pedagogía conversacional, construida y recontextualizada permanentemente, a través de la presentación de dilemas y encrucijadas, polémicas e inspiradora de la acción interpretativa de los sujetos. Podemos decir que este proyecto de reflexión significa buscar una “conectividad” entre los enfoques pedagógicos hermenéuticos y los enfoques críticos que permita sacar a la pedagogía de “la cárcel de la enseñanza y devolverla al aprendizaje y a los contextos de acción, es decir reconstituirla como teoría de las relaciones sociales del saber y del conocimiento y eje de la cultura, en un contexto global”.

Plantear la pedagogía comunitaria como una reflexión teórica, constituida como esfera pública, donde participan los actores de los procesos educativos, significa reconocer al educador(a) como sujeto de acciones transformadoras, como un profesional reflexivo, generador de un saber instrumental y argumental a la vez, es decir poseedor tanto de un sentido práctico como de un sentido de totalidad, asentado en los conocimientos locales y también en los universales.

Una educación orientada a estos fines supone ciertamente la revisión de la modernidad educativa de raíz ilustrada. Gran parte de nuestro pensamiento estratégico sobre el papel de la educación en el desarrollo de las sociedades democráticas ha sido inspirado y promovido por las ideas ilustradas de emancipación, autonomía, razón y derechos humanos. Inclusive nuestro proyecto de reflexión post-freiriano se genera a partir de la certidumbre de que es posible seguir expandiendo las libertades y desarrollando el valor de lo humano a través de procesos de emancipación. Y esta dirección es convergente con otra certidumbre: la que señala que la emancipación humana está relacionada con el desarrollo de la autonomía racional y con el goce de los derechos humanos como fundamento de la vida democrática. Sin embargo, el reconocimiento de estas creencias no implica necesariamente adherir a una idea de sociedad democrática sólo justificada y gobernada por las capacidades del pensamiento racional. Nuestro planteamiento de educación comunitaria se sustenta en una recontextualizacion de la relación entre educación, autonomía y política, que cuestiona los contenidos restrictivos de una versión fundamentalista del racionalismo ilustrado.

En efecto, es preciso también pensar la educación transformadora desde las posibilidades de la comunicabilidad humana, la producción de deseos y la expresividad de los cuerpos; tomar distancia de las narrativas racionalistas totalizantes, que reducen a “su” razón, la complejidad, especificidad , contingencia e integralidad del ser humano, al tiempo que presenta su propio discurso como incuestionable.

Globalmente lo que está en juego en este dilema es una crítica a todos los principios que, debido a su pretensión de estatuto racionalidad universales, nieguen la multidimensionalidad de la acción humana decidiendo de antemano cómo se constituyen y cómo se han de ubicar todos los sujetos en la sociedad.

A nuestro entender, el programa ético-pedagógico de la educación comunitaria deberá transitar por las siguientes coordenadas:

• como proceso de producción de identidades en relación a sistemas de poder, redes sociales e intercambio de saberes;

• construyendo una visión política que forme parte de una plataforma para revitalizar la vida pública democrática;

• nutriéndose de una teoría ética que dé sentido a las circunstancias del sujeto y a sus prácticas sociales en redes de poder;

• estableciéndose como una pedagogía de la diferencia a través de la cual la “identidad” es un lugar de la crítica de la historicidad del sujeto y de sus complejas posiciones;

• desarrollando metodologías desde lo contingente, lo cotidiano y lo histórico. Para esto, se debe romper los límites disciplinares del saber educativo y crear nuevas esferas para producir conocimientos.












3. Practicidad de la Formación en Valores.


Como hemos apreciado plantearnos la formación en valore es una forma de reflexionar sobre el sentido de nuestro pensamiento pedagógico y sus fuentes. Todas las acciones educativas emprendidas remiten a marcos conceptuales y a sistemas de apreciaciones más o menos formales. Analizar las condiciones de la práctica es tomar distancia de la idea vulgar de que ésta pueda ser un tipo de actuación irreflexiva. La reflexión pedagógica –es decir el pensamiento crítico sobre la educación- tiene una función habilitadora. Permite problematizar las teorías implícitas y abrir campo para nuevas teorías que expliquen e interpreten las situaciones de la práctica. Si las acciones están contenidas en marcos, la reflexividad de los educadores(as) se desarrolla como un proceso que incluye apreciación, actuación y reapreciación. Implica una valoración de los saberes que emergen de la práctica reflexionada y un diálogo con los saberes sistematizados disponibles. Por esta vía, las situaciones singulares o las prácticas locales pueden ser entendidas e intervenidas de manera transformativa. En el intento de comprender, el educador puede actuar sobre su realidad y cambiarla si fuese preciso.

La Formación en Valores exige plantear algunas características de nuestra modernidad educativa: la diversidad cultural, la tendencia a trabajar sobre curriculum ideales distantes de la práctica de los educadores, la ausencia de estos en los debates político-educativos. Sólo desde estos datos es posible hablar de construcción de ciudadanía en el ámbito educacional. Ciudadanía en este caso significa reconstrucción de las posibilidades de participación de los educadores y de las comunidades en el proceso de hacer educación para la democracia; significa la posibilidad de pensar tanto lo público de la educación como la propia escuela pública desde los distintos sectores ciudadanos, incluyendo los populares; implica la creación de redes profesionales de aprendizaje de los educadores, nuevas alianzas entre las instituciones promotoras de la educación comunitaria y las organizaciones productoras de conocimientos y procurar un cambio sustantivo de los contenidos de la participación magisterial en las reformas para hacerlas verdaderamente sustentables; significa construir un sentido de “justicia curricular” para que las discriminaciones que ocurren en nuestros proyectos educativos sean procesados de manera explícita valorando la ciudadanía de los jóvenes, sus culturas, su pluralidad y sus desplazamientos éticos.

La Formación en Valores exige plantearse el asunto de las dinámicas identitarias y los principios de participación y pertenencia social. Es preciso articular las lógicas afirmativas de los sujetos, su pluralidad y reivindicación a ser titulares de los derechos a la diversidad y la diferencia con las lógicas de la cooperación, inclusivas y generadoras de “orden” y gobernabilidad. La ciudadanía en el ámbito de la educación comunitaria significa también el fortalecimiento de los espacios de civilidad y desarrollar más sintonía entre la dinámica reconstructiva de lo común que constituye al ciudadano(a) y los procesos de identificación que nutren los deseos diversos y las actuaciones de los sujetos que son convocados por nuestros proyectos educativos y comunitarios.

Dos vertientes dan sentido a estos desafíos: las tendencias que afirman los principios deliberativos de la razón práctica y comunicativa y que promueven los acuerdos basados en fundamentos (mínimos o máximos imperativos éticos) y las tendencias que constituyen una ética pública desde una pluralidad de narraciones , identificando los impulsos éticos que desde la individualidad construyen cartas ciudadanas diferenciadas según contingencias.

El desarrollo de la Formación en Valores supone entonces plantearse una cuestión ética clave: ser ciudadano(a) implica una acción pública y una práctica comunicativa, un aprendizaje del valor del Otro, de su diversidad y del respeto de sus derechos. Para una tradición de la ética política, la formación ciudadana es principalmente una educación en las virtudes civiles adecuadas para vivir democráticamente. En efecto, la formación ciudadana es un aprendizaje de las “artes específicas de una ciudadanía moral”, lo que implica practicar la deliberación y el juicio, desarrollar capacidades y competencias para analizar dilemas éticos de alcance social y público, argumentar acerca de los fundamentos de las controversias y construir desde la cotidianidad la noción de la educación comunitaria como una “esfera pública” en la cual se manifiestan tensiones y controversias que deben ser procesadas de manera comunicacional. Vista así, la educación es un ámbito de construcción de sentidos, de interpretación de narrativas plurales y de encuentro ciudadano (es decir, encuentro de personas con derechos y responsabilidades públicas).

Formar para el ejercicio de la ciudadanía significa primeramente un proyecto hermenéutico, una acción pedagógica orientada a procesar narrativas, una manera de recuperar la memoria crítica y una aproximación a una tradición ética fundada en ciertos universales, que en nuestro entender deberían ser los derechos humanos.

Debemos entender ciudadanía en cuatro niveles. El primero se refiere a la ciudadanía como una cualidad jurídica que hace titulares de derechos a los sujetos en virtud de un marco objetivo, por ejemplo, los contenidos de una Constitución o de las cartas internacionales de los derechos humanos.

El segundo nivel es el de la ciudadanía como condición de calidad de la democracia y hace referencia a los procedimientos de la convivencia democrática, al conocimiento de las instituciones y a la participación ciudadana. En este nivel es preciso entender que la competencia principal es actuar responsablemente en el ámbito público y ejercer la titularidad democrática en los márgenes de la ética y de la política definidos por los universales arriba indicados.

El tercer nivel es el de la ciudadanía como fenómeno cultural y comunicacional. Se relaciona con la competencia de indagar en la realidad, identificar déficits democráticos, asociarse, comunicarse, resolver controversias de manera no violenta, globalizar dilemas de ética pública particulares, formar juicios críticos desde referencias o fundamentos que le dan sentido a la “ciudadanía moral”.

El cuarto nivel es el de la ciudadanía como rememoración crítica: este nivel es el de la ciudadanía como solidaridad con la historia del sufrimiento humano, como recuperación del sentido memorial de todo acto pedagógico y como simbolización de los límites de la modernidad en cuanto proyecto humanizador.

Otro tema que debe plantearse la Formación en Valores es su capacidad de promover la participación ciudadana de los movimientos de los jóvenes, que permitan un tránsito de la “tribu” a un asociativismo afectivo abierto a la seducción del “civismo” en cuanto práctica de la mutualidad, de la reciprocidad y de la acción transformadora-emancipatoria. La formación en valores es una posibilidad para desarrollar una pedagogía del reencantamiento y una tensión reconstructiva de lo que se ha llamado el “crepúsculo del deber” que se asocia con una ciudadanía fatigada y anémica.

A nuestro entender existen tres “escenarios de justificación” para una formación ciudadana juvenil: uno es el escenario del individuo que identificamos con los retos de la actualización, de la práctica de la tolerancia, de encuentro con temas emergentes (ecología, discriminaciones, multiculturalidad, etc.) y del desarrollo de competencias de escucha y de inmersión en el “siglo” entendiendo sus claves, sus fuentes y sus dilemas.

Un segundo escenario es el de la proximidad que implica un ámbito de construcción de la alteridad, del sentido de vivir con otros en espacios mínimamente institucionalizados, que remiten a una historia y tradiciones comunes (rememoración crítica); es el escenario de deconstrucción de los pragmatismos estériles y de una pedagogía de lo público que asiente en los(as) jóvenes la idea de asociatividad y de participación ciudadana.

El tercer escenario es el de la política y por tanto el ámbito de las competencias del juicio, de la deliberación, de la formación del sentido de lo común y de la construcción de una idea de sujeto y de acción colectiva. En este escenario la pedagogía debe reconstruir la noción de ciudadanía como el derecho a tener derechos, por tanto, debe plantearse el asunto de las instituciones y de la ética pública aplicada a contingencias reconsiderándose los fundamentos dominantes de la “ciudadanía juvenil”. Estamos en el ámbito que permite una acción neoparadigmática, refundacional en los jóvenes, abierta a lo global y a lo plural, a una estimativa ética incorporada en la “cultura” pública de los sujetos. Estas estimativas no deben ser leídas sólo como imperativos morales sino como fuente de sentido y de un habla pública, como referenciales contextualizados por el juicio propio y asumidos como orientación ética.

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